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ME LO EXPLICARON Y LO OLVIDÉ, LO VI Y LO ENTENDÍ, LO HICE Y LO APRENDÍ ( ANÓNIMO )

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1959 - 2009 BIBLIOTECA M. AGUILAR    
   
capítulo 5: "TARDES DE DOMINGO - 1 - "    
         

 

TARDES DE DOMINGO - 1 PARTE-
La colonia tuejana en Madrid por aquellos cincuenta era poco numerosa; pero precisamente por ello y por la enorme distancia que por aquellos años suponía el desplazamiento hasta allí, era una auténtica “piña” Ni que decir tiene que el núcleo central de aquella colonia estaba situado en la Plaza de Conde de Barajas donde convivíamos casi todos. Luego fueron viniendo algunos más y se fueron desperdigando un poco por la capital. En aquella finca del Madrid de los Austrias vivía doña María, madre de don Manuel Aguilar. Doña María era la matriarca de los Aguilares. Pequeña, pero con carácter. De gesto dulce, pero su palabra era de acero no por el tono sino por la autoridad moral que sobre el resto ejercía, incluyendo en ese “resto” a su hijo Manolo y lo que decía iba a misa por muchas complicaciones que la misa contara en su camino. Con ella vivía su hija Vidala y junto a ellas, Leonor, criada, ama de llaves, conocedora de tantos secretos familiares como ninguna otra persona, pero que a pesar de su aspecto rudo y de sus ademanes poco refinados, era la depositaria de la confianza de la casa. De hecho, acompañó hasta el final de sus días tanto a doña María como a Vidala.

La abuelita, que era como todo el mundo conocía a doña María, reunía en torno a sí durante las tardes de los domingos a hijas, yernos, sobrinos, y demás familia. En la mesa redonda de la salita se jugaba a la canasta o al bridge; se hablaba, se comentaba y en esas reuniones, la abuelita, que normalmente se pasaba el rato haciendo ganchillo, extraía sus conclusiones, sus proyectos y mentalmente situaba a cada cual en su casillero correspondiente. No hablaba apenas, pero oía mucho. Llegada la hora, Vidala tocaba la campanilla de forma de bailarina y Leo disponía en la mesa del comedor grande lo necesario para la merienda: bollos finos de la Mallorquina, café con leche y si acaso algún espirituoso.  Cuando la visita se iba, en la intimidad de la cena y a lo largo de los días siguientes, la abuelita daba su opinión a  Vidala acerca de lo que había oído. Indicaba a su hija qué transmitir a don Manuel y que no transmitir a doña Rebeca. Sabía cómo manejar los hilos de aquel guiñol como nadie y a todo esto, la abuelita superaba  los noventa años. Tal vez el secreto de su salud, de su longevidad, de su lucidez, en fin el secreto de encontrarse como una rosa con esos años a cuestas podría ser ese vinillo dulce que, mojado con pan, tomaba a la hora de la comida en su copita de color azul.

Don Manuel, cuando sus viajes se lo permitían iba por casa de su madre. Hablaban, comentaban y procuraba complacerla en aquellas cosas en que podía. Nunca fueron excesivamente cálidas las relaciones entre nuera y suegra, y doña Rebeca no solía visitar asiduamente a la abuelita; pero, vamos, de vez en cuando el “Mercedes” negro que conducía Eugenio aparcaba en aquella plaza llena de críos y de él descendia solemne y siempre con unos sombreros preciosos doña Rebeca. Es evidente que la aparición de un “Mercedes” , negro, señorial, con chofer de uniforme gris y gorra de plato, era tan fuera de lo cotidiano que el juego de El Rescate o el partido de fútbol o la carrera de chapas se detenían para admirar el prodigio. ¡Ostras, macho, un “Mercedes”! ¡ Macho, si lleva hasta chofer! Y era verdad, bajaba Eugenio, abría la puerta de don Manuel o de doña Rebeca y se quitaba la gorra. Vamos, como en las pelis. Y no era para menos.

Don Manuel había llegado a la cima del mundo editorial. Aguilar tenía su propia imprenta, daba trabajo a otras imprentas como la de Yagües, y en algunas ocasiones se veía desbordada de trabajo y tenía que reclamar la ayuda de empresas de España y de Sudamérica para sacar adelante los pedidos. Sus atlas eran los mejores del mundo, sus colecciones tanto de libros de bolsillo como de obras completas eran admiradas por su calidad y por su lujo, y su precio las hacían bastante asequibles a la clase media que ya empezaba a tener peso en la España del desarrollismo. En aquel momento el papel para imprenta estaba sujeto a regulación y una empresa, fuera cual fuera, no podía adquirir el papel que quisiera ni dentro de las fronteras ni fuera sin más. Todo ese tipo de compras estaba supervisado por el Estado. El tipo de papel que Aguilar popularizó en sus libros era muy delgadito, tanto que era el mismo que se usaba en libro sagrado por excelencia, La Biblia. Y de ahí su nombre: papel biblia. Con ese tipo de papel Aguilar consiguió abaratar los costes de los libros, reducir su tamaño e invertir el dinero que se ahorraba por ahí en adornar los libros con láminas de oro, en encuadernar las colecciones de una manera más espectacular que la competencia, en adquirir derechos de autores, etc. En resumen, Aguilar se convirtió en aquellos años en la más importante editorial española de cartografía y en la más señorial de las editoriales por lo que respecta al resto de publicaciones.

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